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SEGUNDA PARTE - Una puerta al mundo que se abrió y permaneció en mi piel

Caterina Mazzullo

¿Cuál es la diferencia entre un turista y un viajero?


Tal vez la idea de que el viajero consigue romper totalmente esa barrera que hace de pantalla, y divide su realidad y su vida cotidiana, de aquella en la que está completamente inmerso. El frenesí con el que vivía sus días, las preocupaciones que invadían o ahogaban su mente, se aplanan y se ponen a cero en el momento en que el viajero decide vivir lo que tiene delante, el presente.


Un presente hecho de tiempos diluidos, hecho de espera y sencillez.


Porque lo cierto es que en Occidente nos dejamos llevar por una prisa injustificada, casi como si nos persiguiera un miedo muy arraigado. El miedo a perder el tiempo, el miedo a no haber vivido lo suficiente.


Si hay algo que aprendí en el Líbano, concretamente en Beirut y en las montañas de Beirut, fue la lentitud con la que uno experimenta y saborea las cosas.


Y precisamente por eso es necesario unificar estas dos vías fundamentales, porque la debilidad y la fragilidad de cada uno de nosotros se manifiesta en el momento en que volvemos a casa, en el momento en que volvemos a entrar en contacto con nuestra realidad anterior, y nos damos cuenta de que hemos experimentado algo verdadero, algo imprescriptible.


Mi labor allí fue muy diversa. Trabajé con niños durante alrededor de un mes, en un centro de Baabdet, una pequeña ciudad en las montañas de Beirut. Allí, por primera vez, sentí que yo también tenía un rol, que por primera vez tenía que cuidar de otros, además de mí misma. Por primera vez, tuve que contener mis emociones y mostrarme un poco como un superhéroe ante las dificultades que experimentaban estos niños. Creo que una de las sensaciones más fuertes a las que me he enfrentado fue darme cuenta de que las condiciones en las que viven estas personas representan la normalidad para ellos. ¿Quién soy yo para desmentirles? ¿Quién soy yo para decirles que hay algo más en la vida de lo que ellos experimentan?


Recuerdo perfectamente las palabras de Gabrielle, otra voluntaria del centro, cuando le pregunté cómo podía ayudar a Diana, una niña que lloraba desesperadamente por una caries. Estábamos de excursión, habíamos llevado a todos los niños a la piscina. Gabrielle se limitó a decirme que no podía, que no era nuestra tarea, que no somos médicos y que la mayoría de los niños allí tienen caries o pierden los dientes por las malas condiciones higiénicas.


Puede parecer fútil o efímero, muchos imaginan voluntarios en situaciones casi folclóricas para nosotros los occidentales, como trabajar con familias en favelas o salvar niños en África en situaciones de guerra. En cambio, yo en el Líbano vivía a diario con estos niños y en lo que para nosotros pueden parecer banalidades encontré mis respuestas.


Recuerdo que cuando terminó el campamento de verano, una niña tuvo que quedarse en el centro porque nadie vino a buscarla. Una semana después tuvimos que acompañarla nosotros a “casa”. Ni siquiera siento que puedo llamar casa a esa chabola. El padre borracho gritaba desde la ventana. No tuve el coraje de salir del auto.


Además de acompañar a estos niños en el centro, también pasé algún tiempo en un hogar de ancianos, se llama «Le foyer des tetes blanches». Esas dos semanas en particular fueron muy intensas. Allí experimenté algo totalmente nuevo en todos los aspectos. No tenía ninguna tarea precisa o esencial dentro de la casa.


Reconozco que los primeros días tuve que hacer un gran esfuerzo físico y mental para adaptarme a lo que era y es la rutina diaria de este grupo de 12 ancianos. Si en el centro bastaba una sonrisa, un abrazo o, en la mayoría de los casos, una pelota para cuidar a los niños, en el hogar de ancianos me di cuenta de que mi trabajo allí nunca podría ser tan “determinante” o “incisivo” como me hubiera gustado. Trabajar con niños significa dejar una huella, además de una contribución educativa, que sus familias no siempre logran dar, debido a su ya escasa estabilidad económica y a su fragilidad relacional y afectiva. El objetivo reside en la promesa o la confianza de que sus difíciles condiciones puedan mejorar y esto no siempre ocurre, pero la ayuda práctica de los voluntarios que ponen las manos en la masa aporta un claro mensaje de “esperanza”.


Al contrario, mi experiencia cuidando ancianos me ha completamente 'balancée'. El contacto constante con la muerte, al que ellos mismos están sometidos cada día, y la aparente inmovilidad, inmutabilidad y parálisis de sus vidas, es algo que deja huella en cualquiera que entre en contacto con una realidad así. Sobre todo cuando se proyecta en un país como Líbano, que ha vivido y vive una situación política muy crítica. Recuerdo las conversaciones que mantenía con Antoinette en la mecedora, una vez me encontré contando el número de veces que repetía la palabra "misère" en sus frases.


«Comment tu veux te soigner lorsque tu es dans la misère, c’est un pays plongè dans la misère, il n’y a que de la misère. »


Antoinette no fue la única con la que tuve ocasión de hablar, aunque reconozco que de todos era la única que aún podía mantener una conversación propiamente dicha. Le gustaba llamar a aquella casa «commedie», porque según ella todos estaban un poco locos.


Allí me di cuenta de que la vida de estas almas no tiene posibilidad de «bouger», que viven tal vez esperando la muerte, casi sin contar el tiempo. Repiten todos los días las mismas acciones sencillas, muchas de ellas no tienen parientes ni amigos, parecen casi abandonadas a sí mismas. Entonces, ¿cómo volver a casa, cómo dejar atrás esta autoconciencia?


Algo dentro de mí explotó.


El último período lo pasé en el Centro Mariápolis del Movimiento de los Focolares. Allí me encargué de organizar el taller que reuniría a adolescentes de todo Oriente Próximo. También aquí, por primera vez, experimenté algo totalmente nuevo.


Mi rol durante este taller nunca estuvo definido con precisión, casi podríamos llamarlo “fluido”. No había una frontera real entre los niños y yo, dada también la efímera diferencia de edad. Allí me encontré con que tenía que ser asistente y niña al mismo tiempo. Tenía derecho a llorar, a dejarme llevar cuando mis emociones me dominaban, pero también tenía que mantener la lucidez, ocuparme de esos niños, levantarlos cuando lo necesitaban. Tenía que ser una entidad única, sin un papel específico, simplemente tenía que estar ahí, presente y reactiva.


Al taller asistieron jóvenes de distintos países: Líbano, Siria, Jordania, Irak, Argelia e incluso un pequeño grupo de Italia. En esas dos semanas, experimentamos en carne propia que la espiritualidad no es única y que diversidad no significa carencia.



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